jueves, diciembre 28, 2006

En el viaje

En la flota de Santa Cruz a Cochabamba ocupo el asiento número 12. De compañera de asiento me toca una monja. Toda de blanco, la falda por debajo de la rodilla, lleva cofia en la cabeza y lentes, es morena, más o menos de mi edad. Ya ha incorporado toda la parsimonia de las esposas de Dios: gesto suave y descansado, hablar lento y considerado. Me imagino que de haber escogido una vida convencional, ahora tendría varios hijos, marido. Seguramente en su vida no habría espacio para las noches silenciosas ni para la soledad.

Apenas empezado el viaje, saca unas medias níveas de su bolso, perfectamente dobladas en tres. Toda una ceremonia para calzárselas sin que se le vean las rodillas y conservando la compostura. Sus esfuerzos sólo logran que repare en sus piernas. Son carnudas y morenas sus pantorrillas. Imagino un hombre gozando esa exhuberancia. Pero no, ella está consagrada. Si hubieran sido mías esas tentaciones…

A mitad del viaje, me despiertan sus afanes. Ya no están las medias inmaculadas, y ella moja una toallita (blanca otra vez) con agua de una botella y se la pone sobre las piernas, a manera de cataplasma.

Tienen calambres los morocos de la monja, y ella está a punto de perder el decoro. Recuerdo en mi mochila el mentisán. Se lo paso. Conocedoras de eso trámites, sus manos masajean y estrujan lo que ningún hombre probó. Poco después retorna al sueño, aliviada.

miércoles, diciembre 27, 2006

El baño en la terminal de Cochabamba

En la terminal de buses de Cochabamba a las 6:30 de la mañana, hago cola para el baño junto a otras treinta mujeres, 'de toda laya’ como diría María Sumoya. Esperamos todas pacientes nuestro turno. Una cholita quiere colarse delante de mí, echa la distraída. ‘La cola es allá’ le digo, señalando el final de aquella víbora desordenada de vejigas impacientes. Otra vez juega a la del otro viernes, y con una sonrisa inocente se va para atrás a buscar mejor suerte.

La fila avanza rápido, contra lo que se pudiera esperar. En menos de cinco minutos ya pagué mi boliviano, dejé mi maleta encargada con la cobradora y me sumergí en aquél mundo femenino del modernismo y la interculturalidad.

Mujeres de pollera peinan dedicadas sus largos cabellos sin mirarse al espejo, mientras cuidan bultos y wawas. El baño está repleto por todas partes. Un murmullo constante y tranquilo hace aminorar el paso y buscar alguna puerta que prometa rápido ingreso al alivio. Hay como veinte excusados o más, todos siendo usados al mismo tiempo.

Entre medio de nosotras y por sobre el ruido de las aguas disparadas y las puertas abriendo y cerrándose, van tres muchachas enfundadas en overoles azules, entre palabras y risas. Ninguna debe pasar los veinte años. Sorprenden el gesto ágil, la mirada despierta, los labios carnosos de estas militantes de la lavandina. Provistas de baldes y trapeadores acuden presurosas a uno y otro retrete, descubriendo (me imagino) restos impúdicos e imaginativos modos de usar el inodoro. Una protesta por la suciedad encontrada. La otra, más joven, le responde ‘hay que enseñarles pues’ mientras sonríe y adelanta el paso.

Horas de este trabajo, me digo. Seguramente acostumbradas al asco y los olores, mantienen la compostura y el peinado entre nosotras, viajantes que pasamos apenas, en este baño de mujeres atiborrado y colorido.

sábado, diciembre 23, 2006

Simple

Aquél hombre del micro no estaba solo. Sentado, casi chorreado en el asiento, llevaba los primeros botones de la camisa abiertos. Se le notaba el sudor seco en el cuerpo, y tenía manos de trabajar. Sí, deben haber sido pesadas y ásperas (no se puede dejar de sentir el paso de esas manos por el cuerpo). Daban sus ojos la sensación de estar en casa. Junto a él, de pie (mientras el micro sorteaba el calor) una mujer de negro, el cabello clausurado bajo la gorra (mujer de lucha, ésas que gritan consignas mientras avanza la marcha).

Él decía cosas, y al decirlas se dirigía hacia arriba, buscándola. Ella respondía palabras cortas, mirándolo a los ojos (cuerpos acostumbrados a encontrarse). El brazo de ella en un gesto cotidiano, rodeando el hombro cansado, abandonada una mano suya sobre el pecho de aquél hombre (suele ser simple el amor).

Mirando las nubes (2)

Pareciera haber más cielo en la Cristóbal de Mendoza. Entre la rotonda del canal Isuto y el Cristo Redentor, como si obedeciendo un desconocido embrujo, nuestros ojos se abrieran. Quizás porque la avenida empieza a subir lentamente; quizás porque de un lado no hay edificios ni antenas; o porque en el centro hay árboles sinuosos y frescos, se ve todo más verde. Y de fondo, azul.

Son caprichosas las nubes en la Cristóbal. Ayer, por ejemplo, sobre un cielo índigo algunas tormentosas, negras, en primer plano. Detrás de ellas, como cuidándolas, otras más gordas y claras. Más arriba, en lo despejado y por debajo del camino de aviones, algunos jirones de nube dispersos, apresurados atravesando el cielo.

Usualmente llego ensimismada al canal. Pero después, a poco de haber tomado la avenida, se instalan mis ojos allá arriba, en esa altura desplegada y absoluta. Entonces se acuerda una que hay cosas gigantescas y perecederas. Retoman su tamaño los hombres y sus imprecaciones. Son tal vez nimiedades las plazas y su historia.

El cielo en la Cristóbal de Mendoza, y todo es devuelto a su lugar.

lunes, diciembre 18, 2006

Distancia cero

Una vez le pregunté ‘¿eres un hombre bueno?’. Mirándome a los ojos, me dijo que no. Apretando uno contra otro sus labios vivos.

‘Soy malo, Claudia’ sin recular el pecho,
desnudo sin
apartarse sin
guardarse de mí.

jueves, diciembre 14, 2006

bici caballo

Es como cuando una recibe un regalo y es niña todavía. ¿Querés montar? me dice, y alarga el brazo, acercando la bici hasta mí. Aún antes de haber vencido la altura de la barra, aún antes de haber tomado los pedales bajo mi mando, empieza a soplar el viento. ¿Te acuerdas cuando subíamos aquellas montañas hasta la cumbre? El premio era la cumbre, por la cumbre misma. Aquella sensación de que no había nada más arriba de ti. Yo siento llegar la cumbre, siento el viento arremolinándose ya en mis cabellos. Sostiene la bici hasta que yo escale su cuerpo de fierros y la monte. Papá también me sostenía el caballo tenso del freno, bajo el cuello de la bestia su mano segura y protectora, mientras yo, orgullosamente sola, apoyaba un pie en el primer estribo, me impulsaba liviana hasta el otro lado de la montura y encajaba el pie libre alrededor del animal. El asiento nuevo es desconocido e incomoda mi cuerpo, no tiene mis formas, pero no importa. Pedaleo y avanzan las ruedas, negras y delgadas, superando pequeñas piedras.

No podré ir lento, lo siento, animal de esquinas metálicas y radios escuálidos, no podré ir lento ¿ves aquél viento? va riendo y me desafía a seguirlo, como cuando encima de los caballos mi cuerpo los taloneaba y ellos apresuraban las patas, rueda bici prestada, los taloneaba y volcaban ellos las orejas, avanza e inicia aquél zumbido, y luego las patas, acompasado, más rápido el paso, las piedras pequeñas como un instante, desenfrenado luego, los manubrios sorprendidos en mis manos, avanza, avanza rápido, séte viento bici prestada, séte caballo.

Hace tanto tiempo yo corría (mis piernas no se cansan, negra de fierro) corría y espumeaba la pelambre bajo la montura, galopaba, no te detengas rueda rueda, el viento en la cara sin armadura sin pared sin vidrio alrededor, sólo yo y mi cuerpo y el viento trepando las lomas, como caballo una bici debajo de mí, galopan ciclando mis piernas de viento, los árboles pasan, las casas pasan, son nada, avanzo galopo ruedo viento, y más allá, junto al agua, debajo de los árboles (desbócate bici debajo de mí) asoma corriendo ladrando colmillos un perro (más rápido negra), un perro de miedo

y entonces (se me viene ladrando) de repente, como animal sediento, desde entre los árboles (no te detengas), un hombre de caballos (el viento) pone el cuerpo

por entre el viento (aparición) un hombre caballo

un hombre caballo, dios mío, pone el cuerpo por mí.

sábado, diciembre 09, 2006

III.

El torso ejercitado de un hombre. Una bicicleta que zumba.
El torso, y tus brazos lo rodean.

Avenida, de noche (la noche es tranquila). Árboles (muchos) pasan a los costados.
La noche bajo los árboles iluminados.

Tus brazos rodean los músculos de un hombre que pedalea una bicicleta bajo la noche de árboles. Confiada, puedes dejarte llevar con los ojos perdidos hacia arriba.

La bicicleta zumba (estrellas).
El hombre te ama.

viernes, diciembre 08, 2006

Para poder mirar

Negros nubarrones sobre las cabezas. El cielo también está cargado y parece querer parir urgencias, multitudes y arrebatos, desparramarse por nuestras plazas, por nuestras calles, contra nuestras ventanas. Ocupados en los asuntos de los hombres, nos olvidamos mirar hacia arriba. Mirar hacia lejos. Mirar. Sobre nosotros, gestándose algo que nos mojará a todos.

Encapsulada en el auto del pescadito, me siento a salvo. Pero no. Saber nadar no basta. Cerrar las ventanas tampoco.

Avanzo en la avenida y paso los árboles aprimorados de amarillo. El chilchi seduce a las flores, que se dejan caer, que se dejan mecer livianas en el aire húmedo. Llueven retazos de oro sobre el pescadito y yo.

Mínimos, tardo en verlos. Cuando lo hago, levanto la cabeza. El cielo y las pequeñas flores. Pedacitos de amarillo flotando desde el gris amenazante. ‘Calla’ me pide cuerpo mientras mira.

Poco antes de la tormenta, garúa de oro sobre mí. Callo. Toda yo en silencio, florcitas resbalando a través.

Poco antes de la tormenta, quizá el silencio. El silencio éste que podría ser el último. Quizá sólo eso, para conjurar el arrebato. Para exorcizar la corriente desbocada (por nuestras plazas, por nuestras calles, contra nuestras ventanas).

Quizá el silencio, para poder mirar.
Palabras no dichas: humildad.

jueves, diciembre 07, 2006

Promesa

Entonces bañarse y abrir la ventana para que salga el vapor, o comprar el periódico y leerlo en el sofá, o que vos querida toques a mi reja y yo salir a abrirte (primera visita), entonces todo eso de repente son pedazos entrañables del día. Ir al mercado y comprar zanahorias y yuca. Almorzar juntos, los míos y yo, en esta nuestra casa.

Hemos vuelto. He vuelto yo a mi espacio. Siempre tuve la sensación de que al volver a mi casa remozada algo maravilloso pasaría.

Aún están los albañiles, golpeando, taladrando cerca de mí. Terminan el sábado, dicen. Sábado. Se anuncia luminoso el sábado en que los buenos augurios se harán presencia y voz, olor.
El sábado, él.

lunes, diciembre 04, 2006

La eternidad

Cuando era niña sabía despertar en medio de la noche, en el preciso instante en que llegaban los fantasmas hasta la puerta de mi cuarto, aquel momento justo en que rodeaban mi cama y acercaban su aliento pestilente a mi rostro, para ver si dormía. Cubierta bajo la sábana, bajo el cubrecama, sudando de calor en aquella densidad oscura, el miedo me paralizaba los brazos, las piernas.

Para escapar tendría que quitar la tela que protegía a mis ojos del espanto. Tardaba tanto en llegar aquella pizca de valor, aquel instante mágico en que mi cuerpo, temblando, venciendo las sombras del presagio, se lanzara al abismo de la puerta, al abismo del pasillo, al abismo del costado de las escaleras, hasta llegar al otro lado.

El otro lado estaba del lado de mi madre, en su cama olorosa a madre. No la despertaba. Me paraba allí, y ella, sabiendo sin saber, me hacía campo, recorría el cuerpo y levantaba la sábana para rodearme con sus brazos.

Una vez contenida, se me ocurría pensar en el cielo. La eternidad en el cielo. ¿Qué más hacen los ángeles después de las alabanzas? ¿Cómo puede haber un después en la eternidad? Sin duda se alargarían los años y como no existen los años, también se alargarían los días, los instantes, los segundos. ¿Y si me aburro? ¿Cómo podría escapar del tiempo que jamás termina?

El paraíso y su eternidad.

El no final. Ya no era miedo, sino angustia. Horrorizada, tampoco podía dormir.
Los ojos desbocados: niña ante el abismo verdadero.

sábado, diciembre 02, 2006

Enjaulados

Suceden cosas dentro de cuerpo. Le pasan cosas que no sé, que no entiendo. En realidad no es ‘nuestro’ cuerpo. Es de sí propio y apenas lo habitamos. Pensamos que eso es todo, pero no.

Hay rincones de carne, caprichosas células que no conocemos. Quizá la desesperanza anide en alguna y se multiplique maligna, sin nosotros saberlo. A cada instante avanzando ella y su aliento denso.

Entonces alguna noche, o al alba, en algún momento, aquella porción lacerada nuestra quizá penetre los días, sea parte de la cama, nos traspase su cuchillo cortante de nada, su veneno doloroso de nada, de carne cansada, y nos haga temblar de miedo quizá, y nos haga llorar. Y puede ser también que al cabo de un tiempo (siempre corto, nunca suficiente) cuerpo muera, y nosotros implorando en vano, nosotros enclaustrados enjaulados dentro de él, todavía presente y abrazable, pero ya vencido y silencioso.