miércoles, febrero 21, 2007

Miércoles 21

Hoy en la tarde recibí un comentario anónimo en mi bitácora. Por la mañana había recibido otro, quizá más sucio, más pendenciero que este último; no le había dado importancia: tenía tantas pequeñas cosas para resolver. Pero en la tarde, casi al final, me llegó el segundo. Quizá hasta sean de la misma persona. Esa presencia oscura y reprobatoria me retrotrajo al mal olor del primero. De repente fue como si tuviera esos dos escupitajos juntos, coincidentes delante de mí.
Me sentí demasiado vulnerable. Como si este decir, este declarar, me pusiera en manos desconocidas, unas manos de uñas largas y sucias, que todo lo rayan, que todo lo desgarran y corrompen.
Hay un rencor, una especie de despecho en los anónimos. Un hambre de ser querido. Envidia y ansia por ver caído al supuesto oponente, para que desde el suelo vuelque la mirada hacia el rostro oscuro y esté dispuesto a dejarse abrazar.
Desde hace algunas semanas, por este y otros motivos, vengo pensando en silenciar por un tiempo este espacio. No suprimirlo ni desaparecerlo, porque sería como intentar atrapar y tragar, meter dentro, lo que una ya ha dicho. Recoger los días. Desandar los pasos.
Pero sí descansar. Avisar que una estará ausente y olvidarme algunas semanas de Inútil Ardor.
Ignorar el comentario cobarde que no necesito conocer.
Quizá finalmente me decida y pida un ‘comper’ con ustedes.
Siento que me interno descalza al mar. Quizá sea el momento de guardar silencio y volver a la soledad de los apuntes a mano.
No espero comentarios a este texto. No busco solidaridad ni complacencia. Tampoco es una despedida. Pero si me ausento, no se extrañen. Estaré calma: soy bien amada. Cuidan bien de mí.

miércoles, febrero 14, 2007

Casa destruída

Mi casa está destruida. Podría ingresar a lo que de mi casa queda, buscar un retazo de nubes en el cielo, y fotografiar los muros derruidos, para decir que alguna vez estuve en la guerra. La semana pasada llovió, y la saliva escurrida de las paredes exacerba ahora el dramatismo de lo inequívocamente roto.

Sin embargo, no nos hemos ido. Insistimos apretujados cada noche en un cuarto mis hijos y yo, flotando juntos nuestros cuerpos dormidos. Al principio me resultaba violento. Como loba, reclamaba mi espacio, un por lo menos mísero espacio donde no existan otras voces, otras manos. Pero mis niños son marea que sube y empapa lo que su instinto le dicta ocupar.

¿Y entonces dónde voy a poner mis cuadernos? Vos también desordenás todo. Ya no tengo espacio para mis zapatos.

La realidad corpórea de mis hijos se explaya, es una gorda egoísta que no está dispuesta a negociar.

Por las noches, cuando decido dormir, siempre hay una respiración caliente, o una pequeña rodilla fuera de lugar que me recuerda mi propio cuerpo, que me convoca a desear yo también el vapor silencioso y denso del sueño.

16.10.2006

martes, febrero 13, 2007

Aquella cama

Hace tiempo estuve yo recostada a su lado. Ella, llena de libros e historias, leía.

Era su voz un arrullo de agua, y de vez en cuando surgían, como milagros, peces, caballeros y abadías. Iba llegando entonces aquél aroma dulce desprendiéndose de su nuca, los labios en O, la pronunciación detallada de la ‘ese’. El cuerpo suyo, exuberante y moreno, extendido en la cama. Los ojos persiguiendo las letras, el tacto áspero de sus mantas al calor de la tarde (al otro lado de la ventana, un árbol y una plaza).

Yo que la miro expectante mientras ella lee. Ella dice. Rozan despacio sus palabras, desperdigadas y añejas en el cuarto de mi hermana Esther. Su voz, la música de su voz entrando por mi cuerpo, saliendo de mi cuerpo.

Están todas esas palabras guardadas. Aquella historia de los siete hermanos y era el menor el más bueno. La boca carnosa de Esther, su cabello negro aquella tarde, en aquella cama (allá va la miseñora, entre todas la mejor). Fue su voz la que hilvanó la música en mi carne. ¿Cómo podría olvidar la melodía que leía mi hermana? Y eran hermosos los jinetes, y los caballeros retornaban siempre de la guerra. Cabía la vida en los libros. Cabía en la tarde. En aquella cama.

lunes, febrero 12, 2007

Helado de canela

Compra para él un helado de canela. Para mí uno de coco (de leche, le dicen aquí). El que pone el cuerpo llega para mí, con los dos platillos (uno rojo, otro blanco) y se sienta del otro lado de la mesa. La gente lo mira (siempre lo miran, porque tiene en los ojos una como fiera porfiando contra la decencia), y cuando ven que ofrece alimentarme como a una niña, invitándome, aunque yo no se lo haya pedido, una cucharilla de escarlata, sonríen y lo observan divertidos.

Son anchos y sensuales sus labios, rosado claro la lengua cuando los abre. Yo también acerco mi cucharilla al círculo húmedo de su cara. Le veo abrirlo, redondo y excesivo. Después perderíamos mi maleta hasta el día siguiente, me esperaría él en un jardín de pasto y piedras verdes, reiríamos con una niña prestada, nos mojaríamos en la lluvia.

Nos regalaría el cielo un milagro arcoiris sobre una laguna. Pero yo nada sabía entonces de todo aquello. Y pensé, viéndole abrir los labios, que al volver a casa escribiría sobre eso: el rojoblanco penetrando su boca, la luz de su arrojo sucediendo en el mercado.

jueves, febrero 08, 2007

nadie

fabuladora es lo que soy
no hay caballos en este adentro

el hombre, en cambio, contiene jaurías de lobos en sed
¿yo?
agüita hembra condensándome

pronto encontrará él un amazonas
(ya está cercano al sendero)

al atardecer
no habré sabido retenerlo

y cuando llegue el final del día
nadie beberá de mí

martes, febrero 06, 2007

él dice

yo quiero que me acompañes en lo que tengo que hacer

quiero que me sostengas:
me caigo

quiero que me contengas:
me desboco
me lanzo

me lanzo:
(yo) quiero que me abraces

(después dice su voz mi nombre y se me despide)