Llanta pinchada
‘¿La ayudo, señora?’ Es joven y va a pie, el bolso de obrero a un costado del torso, cruzado sobre el pecho. Pienso debe ser un plomero, un electricista, un desempleado. Alguien con tiempo. Claro, cómo no, muchas gracias. Me hago chiquitita para no sentir que lo estoy abusando. ‘¿Ya aflojó las tuercas?’. No, todavía; entonces hubo que bajar el gato, porque primero las tuercas y recién después el gato (no lo olvidaré la próxima). Y luego, las tuercas se aflojan para el otro lado. Después saca la llanta mala y pone la buena, de nuevo las tuercas con la llave cruz y aprieta fuerte. ‘No las apriete tanto’, como si yo las fuera a aflojar después, en el taller donde las parchan.
Termina rápido; si hasta parece una niñada, casi nada, una zoncera. Saco cinco pesos, ‘muchas gracias’, extendiendo la mano (chiquita para que no se ofenda ¿será mucho y quedaré de tonta? ¿será poco y quedaré de tacaña?), pasan los autos y sólo él se detuvo.
‘No, por favor’. Se me aflojan los gestos, sorprendida. ‘¿De veras?’ ‘Así está bien’. Vuelve el bolso al costado, se yergue de la llanta, de mi auto, frente a mí. Es más alto que yo. Era joven, iba pasando, se detuvo a ayudarme y no quería que le pague.
‘Bueno, ‘ta luego’.
‘Ta luego’. Veo su espalda alejarse. Yo voy en esa misma dirección. Podría preguntarle dónde va y acercarlo. Pero no. Más bien espero que se aleje, con la misma entereza con que se detuvo. Se va él, que me hizo un favor que yo no pagué.
Hizo un algo y no le quiso poner un valor a eso. Entonces yo quedé en deuda (no se corta el intercambio, continúo yo debiéndole una acción, un gesto). Chiquitita, cada vez más chiquitita la moneda en mi bolsillo.
Entonces es verdad que somos iguales. Un hombre sin precio.