¿‘Me puede depilar las cejas?’ le digo. Iba saliendo de mi oficina y la vi ahí, parada en la puerta de la peluquería. Diez minutos no son nada, pensé.
‘Mmmm’, murmura ella, sonriendo sin mostrar los dientes. Morena, cara redonda, los rasgos sinuosos y mansos (bien cambita). Ya me detuve e insisto con la mirada, sin decir nada.
‘Es que no tengo cera’. Está allí, el hombro apoyado en la puerta. No hay clientes dentro y ella ha salido a mirar la calle.
‘Es con pinza’, le digo.
‘Mmmm’ balancea el cuerpo, tímida y acorralada. Van pasando posibles frases por su cabeza, va buscando cómo zafarse, por dónde escapar. Es que no le da la gana nomás, pienso y por eso mismo insisto, me planto, no le ahorro incomodidad a la situación. Si está para eso, si es su trabajo.
‘Mmmm (busca y busca) es que no traje mis pinzas’, ahora sí, muestra los dientes, casi riéndose de sí misma, de tan no creíble su excusa.
¿Yo? la rabia, la inutilidad. ‘Bueno, vuelvo otro día’ (la prisa), y me voy.
Ella se queda apoyada en la puerta, con toda su juventud y el tiempo (el suyo propio) mirando el final de una tarde en la Cristóbal de Mendoza.
para Ricardo