jueves, junio 21, 2007

Sus huellas

Vuelvo a encontrar sus huellas, y al instante me domina el deseo. Y al recordar la mansión de la dicha, derramo todas las lágrimas de mis ojos.

Y pregunto y grito, sin lograr respuesta: "¿Quién me ha arrancado lejos de él? ¡Tenga piedad de mí el autor de mis desventuras, y permítame que vuelva!"


De Las mil y una noches

lunes, junio 18, 2007

Dos

Rebalsan lágrimas los ojos del río. Yo lloro sobre su pecho, él llora conmigo entre sus brazos, yo en su abrazo de mi cuerpo suyo.

jueves, junio 14, 2007

Saliva y perro

El perro lame mi mano. Mi mano mojada de saliva de perro. Saliva caliente. El perro se acerca a mi pierna. Lame mis pies. Mis pies mojados y calientes. ¡Ya perro! para que se aleje. El olor del perro en mi cara. Sus pelos. Entre mis dedos sus pelos ásperos. Detrás de su oreja. En su cuello. Rasco y él bate la cola. No me gusta el olor de los perros.

miércoles, junio 13, 2007

Nada

Me despierto. Abro los ojos y no quiero despertar. Respiro y no quiero levantarme. Me aplasta el día contra la almohada. Afuera la calle, algunos borrachos, pasa un camión, los bancos.
Aquí no hay relojes. El tiempo está roto. No quiero la ropa. No quiero peinarme. No quiero salir.
No quiero decir hacer mirar nada.
No quiero despertar, y me despierto.

martes, junio 12, 2007

Esa mujer

¿Qué vas a hacer con esa mujer? Le escribes preguntas y ella intenta respuestas. Malas respuestas, le dices. Le seguirás diciendo. Intentará otras respuestas. Malas respuestas, de nuevo. Intentará convencerte y no podrá convencerte. Cuando se canse, pondrás una piedra en su mano, y le dirás que raspando esa piedra podrá sacar chispas. ¿Cómo te llamará esa mujer? Pensará que restregando palabras podrá hacer luz. Caducan las palabras usadas. Se gastan porque no son piedras. ¿Por qué dije? ¿Por qué dije? se lamentará ella y cubrirá su boca: tarde. Las palabras ya se fueron. No son piedras, y vuelan. Ay, qué irás a hacer con la mujer que no encuentra.

lunes, junio 11, 2007

Suena profundo

Suena profundo mientras vienen llegando, y todos los perros ladran. Los perros de la cuadra no los quieren. Llegan sonando ronco y crujen las ramas de los árboles, la semana pasada la rama de un árbol de mi tu vereda. Primero los perros, después el bramido, a poco el temblor. En mis tus pies el temblor, si estoy estás en la calle. Entonces el gigante insaciable frente a ti. Cuadrado y ancho. Alto. Tres o cuatro hombres por delante por detrás. Los ves, pero no los ves. Cubierto el cuerpo, cubierta a veces la cara. Se acercan y se alejan. Los cuerpos. Si hace sol, desnudo el pecho, sudan. Se acercan y se alejan. Trote incansable. Cargan las bolsas, trotan, se acercan al camión, las lanzan. Se alejan, se acercan a ti, cargan tus bolsas: los papeles sucios pedazos de cartón una lata vacía el juguete roto cáscaras de naranja la factura del teléfono que necesitas tanto restos de comida tus restos tus rotos tus vacíos. Bolsas pesadas livianas chorreantes se las llevan igual, al trote sus cuerpos incansables morenos lejanos cercanos lejanos. Tus rotos tus vacíos. Ladran los perros no callan. Se van yendo, el camión por delante, los hombres como moscas echándole bolsas blancas negras amarillas. Detrás el olor. ¡Que feo huele! tapas mi tu nariz, huele tan feo, que se aleje que se vaya piensas. Pienso. Y no recuerdo recuerdas que ese feo viene de ti tus restos tus rotos tus mis vacíos. Deja de temblar el suelo y los hombres se alejan acercan levantan lanzan se alejan trotando. Trotando. Mis tus podridos, y se fueron.

Ciclista

Los niños habían estado jugando con los vecinos, en la calle, ayer por la tarde. Ernesto había sacado su bici y estuvo manejándola. Hoy por la mañana, recordando la diversión pasada, la sacó al patio de atrás, se puso a hurgar la cadena. Cuando salí a reñirlo por las piernas y manos manchadas de grasa, de repente vi que el día estaba lindo, que el viento y el sol habían despertado generosos, y que después de todo el lugar a donde debía ir no era tan lejos. Natalia había sacado también mi bici, pero no alcanza al asiento. Entonces le digo a Ernesto ‘me voy en bici’, y Nata y Francisco quieren ir conmigo. Pero no los puedo llevar. ‘¿Querés ir conmigo Ernesto?’ Se me hace que quiere, pero no se anima. Insisto. Al final se pone zapatos (sus sandalias ya le quedan chicas) y salimos, dejamos a Nata renegando detrás del candado de la reja.

La calle junto a Ernesto. No siento la misma aprehensión que sentía hace años por la seguridad de mis hijos, mientras vamos en bici. De rato en rato, vuelco a mirarlo. Siente algo de miedo Ernesto (pero yo ya no), así que vamos tranquilos. Cruzamos el tercer anillo, externo e interno. Después, antes de llegar al segundo, de un lado de la calle una camioneta estacionada. Al otro lado, un auto saliendo de su garaje. Una moto viene por detrás. Me posesiono en la mitad de la calle sin dejar de pedalear para que todos me vean. Vuelco y Ernesto sigue detrás de mí. Voy avanzando, pasando por la mitad. Tensa, pero sin detenerme. Al fin, termino de pasar. Miro otra vez detrás, buscando a Ernesto, que no está. Más práctico que yo, se había subido a la vereda vacía y había evitado todo el embrollo.

Después vuelve a hacer lo mismo cada vez que puede, como evitando el conflicto. Será que de tanto andar con el ciclista yo ya me he vuelto más tranquila. ‘Seguí nomás, no te apartes’ me descubro diciéndole a mi hijo, cuando un auto nos bocinea para que nos apartemos, siendo que no hay dónde apartarse. Él sube a la vereda, yo sigo en la calle.

Cruzar el segundo anillo ya es más difícil: debemos hacerlo por partes, resguardándonos en las jardineras, esperando, mirando atentos, calculando la distancia y la velocidad.

De ahí lo dejo en la casa de Matilde, que no está, y me voy a la entrevista en la radio, que queda a la vuelta de su casa. Llego a tiempo, hablo, digo lo que me preguntan, y me voy. De vuelta en el asiento negro medio roto de mi bici, hasta la universidad a sacar fotocopias. Recoger a Ernesto. Volver juntos a casa. Buscamos las calles poco transitadas, cruza él por medio de una plaza (qué grande está, ya es más alto que yo) mientras lo espero al otro lado, porque el sendero que él toma es angosto y temo perder el equilibrio.

Llego sudando a casa, había ido sin gorra y el sol me calentó la cara. Entro a casa y saco la gorra (la que vos me diste). Natalia saca un almohadón rojo. Debo cumplir la promesa que le hice para que acepte quedarse: se sienta en la parrilla y la llevo a dar unas vueltas. Recorremos las calles del barrio. Una plaza donde ellos solían jugar, ha sido finalmente tomada por los jóvenes borrachos, que la han sembrado de vidrios y botellas vacías. Luce oscura y abandonada la plaza, con los columpios rotos y el pasto vencido por los sepes. La guardería donde ellos fueron, hoy clausurada, es una casa de reja cerrada, que no deja ver dentro.

A la vuelta, Francisco y yo chupamos naranjas mientras miramos la calle soleada a través de la ventana.

sábado, junio 02, 2007

Como escudo sus palabras

El viejo lleva una gabardina que le llega más abajo de las rodillas. Comparte con su hijo, de traje y corbata, una incuestionable barriga y brazos cortos. Anuncian la salida del vuelo y empiezan a despedirse. Entonces el hijo (unos cuarenta años) se pone a llorar.

Un hombre gordo llorando en un lugar público.

Llora por el padre, pero no lo abraza. Estos dos hombres que se aman no se abrazan. Sólo se besan en la frente, farolitos de cristal.

Y el hijo, sobrepasado, acerca el cuerpo, acerca el rostro, impúdico, rogando ser recibido entre aquellos brazos. Pero el padre, parapetado en su gabardina, no pierde la compostura, y habla. Y habla. Y habla. No deja de decir cosas su boca, mientras el otro asiente y mira esa boca, y arrima el cuerpo deseoso de cercanía, pero el que habla se esconde como tras un escudo tras sus palabras.

Por último saca el viejo un pañuelo blanco, blanquísimo, y enjuga el llanto de los ojos del hijo que llora. El hijo hace lo mismo después, y así, remojando cada cual sudarios con las lágrimas del otro, tan querido, van gobernando la pena.

Luego la madre, las hermanas. El abrazo. No aquél deseado, sino un otro rutinario, cortés. Y se va, insaciado de mimos. Queda el viejo, guardado el pañuelo, invencido, y habla. Y habla. Y habla (solo).

viernes, junio 01, 2007

Consuelo

Los mismos hombros gruesos que yo ya conocía. La piel firme y vasta, que ya he abrazado. Sus manos calientes en mi espalda, tal como las recordaba. Hacía tanto no lloraba en su regazo.

Estaba sentada en frente, sabía que me miraba e intenté contenerme, pero no pude. Lloré. Y me dijo ‘a ver, qué pasa, venga acá, venga conmigo’. Su cuerpo, su abrazo. Enumerar mis penas, mis miedos; no todos, solamente los inmediatos, que a veces suelen ser los más arrasadores. ‘Hay días así, en que todo sale mal’ me dijo, y mi nariz en su cuello, qué placentero es llorar en este cuello. ‘A ver, pongamos en orden las cosas, qué es lo primero’. Y me ayudó, fue conmigo a mi lado, por la calle, y fuimos conversando, mis ojos todavía rojos, y habló por mí.

Estos caminos míos, no los ha recorrido. No conoce las ausencias que me habitan. Pero sigue teniendo el mismo olor, mi madre. Y cuando mi madre me consuela, hay algo en su voz que hace más fácil desatar los nudos. Desatar los nudos, para desplegar otra vez las velas.