A Vallegrande
Desde la ventana rectangular de las movilidades, avanzar mirando las montañas reverdecidas, los cerros desmoronados, los ríos cargados de lluvia que vamos pasando. Un paredón inmenso y los autos diminutos por su vera. Pero de cerca, cuando nosotros pasamos, la inmensidad no la vemos y el camino libre o casi libre de obstáculos se nos va abriendo. Somos uno, dos, en la fila interminable de autos. Entonces, al doblar aquella curva, nos topamos con ellos: dos bueyes en lucha. Enfrentados en medio del camino, las frentes una contra la otra empujando, ambos bueyes espolean el suelo con sus piernas, pujando para no desequilibrarse ante el arranque del otro. La hilera motorista queda así de repente detenida, y como los que vienen detrás sólo pueden ver el vacío entre un auto y el otro, y no el camino mismo, protestan urgidos contra ese detenerse. Mientras tanto, las bestias porfían de un extremo a otro del pasaje. Ya se separan por instantes y vuelven a arremeter unos contra otros los cuernos, una contra otra las cabezas, y el oscuro empuja más fuerte, y el colorado es obligado hacia el borde del precipicio. Insiste ofendido el autito de atrás. Abel se aparta y el impertinente nos sobrepasa para toparse unos metros más adelante con el duelo. Prueba a pasar por un lado, convencido de su invulnerabilidad, pero ya llega el brío bufando a ese lado del camino, ya se empujan las bestias una a la otra contra el costado del cerro, ya vuelven sudorosos al medio, empeñados de rabia, ciegos a los motores y los carnavales. Se hace el silencio, y bajo el inmenso cielo, desde las detenidas carcazas de lata vislumbramos entonces la fuerza contenida de las montañas, la ferocidad de los ríos, la furia enfrentada que nos cerca y nos contiene, a nosotros, que atravesamos ignorantes sus vetas.
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