lunes, diciembre 04, 2006

La eternidad

Cuando era niña sabía despertar en medio de la noche, en el preciso instante en que llegaban los fantasmas hasta la puerta de mi cuarto, aquel momento justo en que rodeaban mi cama y acercaban su aliento pestilente a mi rostro, para ver si dormía. Cubierta bajo la sábana, bajo el cubrecama, sudando de calor en aquella densidad oscura, el miedo me paralizaba los brazos, las piernas.

Para escapar tendría que quitar la tela que protegía a mis ojos del espanto. Tardaba tanto en llegar aquella pizca de valor, aquel instante mágico en que mi cuerpo, temblando, venciendo las sombras del presagio, se lanzara al abismo de la puerta, al abismo del pasillo, al abismo del costado de las escaleras, hasta llegar al otro lado.

El otro lado estaba del lado de mi madre, en su cama olorosa a madre. No la despertaba. Me paraba allí, y ella, sabiendo sin saber, me hacía campo, recorría el cuerpo y levantaba la sábana para rodearme con sus brazos.

Una vez contenida, se me ocurría pensar en el cielo. La eternidad en el cielo. ¿Qué más hacen los ángeles después de las alabanzas? ¿Cómo puede haber un después en la eternidad? Sin duda se alargarían los años y como no existen los años, también se alargarían los días, los instantes, los segundos. ¿Y si me aburro? ¿Cómo podría escapar del tiempo que jamás termina?

El paraíso y su eternidad.

El no final. Ya no era miedo, sino angustia. Horrorizada, tampoco podía dormir.
Los ojos desbocados: niña ante el abismo verdadero.