José Luis
El cuarto de los quesos estaba detrás de la casa, junto al cuarto de guardar las monturas. Ambos tenían el techo bajo, una ventana pequeña y el interior húmedo y oscuro. No me gustaba entrar allí, a ese olor de leche rancia. Todo lucía torpe y descuidado. Una lavandería, o dos, derruidas, con las tripas de cemento al descubierto, y objetos que no podía entender.
Jorge Flores se llamaba el que hacía los quesos. También era jardinero. Tenía un hijo cojo, José Luis. A veces jugábamos con él. Estaba poblada de pecas su piel clara, y le faltaban dientes al reír. A todos nos faltaban dientes, pero por algún motivo los suyos parecían más ausentes. Al hablar, tropezaba con las palabras, como si la lengua se resistiera a los caprichos de las ere, a las delicadezas de la i. Él arremetía apresurado, a pesar de todo, y nosotros debíamos terminar de imaginar lo que él se había saltado.
Una vez, sentados en el pasto junto al pedrosegundo, vino su padre furioso a buscarlo, blandiendo un palo en la mano. Desde sus moretes, ya habíamos intuido desde antes aquellos ojos de ira, aquellos gritos rudos. José Luis huyó grotesco, con la pierna tiesa sorprendida, el cuerpo balanceándose exagerado (izquierda derecha resuello izquierda derecha el esfuerzo izquierda derecha enajenado), llorando de miedo.
Después volvería su cuerpo agraviado, la mirada silente, el rostro para siempre retraído.
De niña, yo podía reconocer de lejos el beso inexorable de la tristeza.
Jorge Flores se llamaba el que hacía los quesos. También era jardinero. Tenía un hijo cojo, José Luis. A veces jugábamos con él. Estaba poblada de pecas su piel clara, y le faltaban dientes al reír. A todos nos faltaban dientes, pero por algún motivo los suyos parecían más ausentes. Al hablar, tropezaba con las palabras, como si la lengua se resistiera a los caprichos de las ere, a las delicadezas de la i. Él arremetía apresurado, a pesar de todo, y nosotros debíamos terminar de imaginar lo que él se había saltado.
Una vez, sentados en el pasto junto al pedrosegundo, vino su padre furioso a buscarlo, blandiendo un palo en la mano. Desde sus moretes, ya habíamos intuido desde antes aquellos ojos de ira, aquellos gritos rudos. José Luis huyó grotesco, con la pierna tiesa sorprendida, el cuerpo balanceándose exagerado (izquierda derecha resuello izquierda derecha el esfuerzo izquierda derecha enajenado), llorando de miedo.
Después volvería su cuerpo agraviado, la mirada silente, el rostro para siempre retraído.
De niña, yo podía reconocer de lejos el beso inexorable de la tristeza.
1 Comments:
Tan triste y tan bello al mismo tiempo. Tan vivos los recuerdos. Y con tan pocas palabras, me llevas nuevamente al pasado, al olor del cuarto, al sol, al pasto...
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