miércoles, enero 31, 2007

Mano negada

Claro, yo no sabía de qué se trataba todo aquello. Y mi madre, que ya había parido tres, pero con cesárea, tampoco. Lo mío sería normal. Llegamos a la maternidad solas las dos, espantadas de todo aquello en cuanto empezó. Las enfermeras parecían suponer que nosotras paríamos cada año. Pero nosotras no. Nada explicaban y sólo tenían palabras yermas, frías, como aquella ciudad a medio construir, que no era la nuestra.

Me pusieron algo y tuvimos que ir, mi panza y yo, corriendo hasta el baño. ¿Qué es todo esto? ¿Qué me puso? ¿Cuándo se acaba? Hasta ese momento, la palabra enema jamás había sido pronunciada en mi boca. Y después tantas otras cosas. La noche, los relojes que no avanzan y no puedo más. Le ruego a mi madre, asustada e inútil la pobre, le ruego que se acabe, hasta cuando mami, ya no aguanto, llora ella y lloro yo. Dónde podremos huir, porqué no estamos en casa. Cuándo se te acabaron las respuestas mamá, cuándo termina.

Aburrido de mí y mis quejidos, bulliciosa entre aquellas otras que pujan sin decir nada, que cierran los ojos y pujan, sabias y vencidas, el médico me hace llevar a la sala de partos. Me trata con deferencia y yo tiemblo. Siento que la locura me acecha en el dolor incontenible y en los dedos que me penetran y me auscultan sin pedir permiso. La sala de partos y su cama fría (¿a cuántas habrá soportado?), el médico apurado por irse (ya se le acaba el turno) finge amabilidad.

Entonces la veo allí parada, justo al borde de aquella tormenta oscura que me arrastra, está ella toda de blanco, y se me hace que por ser mujer compartimos todo y nos entendemos. Desesperada de remolinos y garras hincándoseme en el vientre, busco su mano y la sujeto, como quien encuentra una pequeña excusa para no sucumbir. Reacciona la enfermera experta y eficiente, soltándose de mí, negando cualquier posible consuelo. La soledad. Yo estoy sola y la locura. Deberé sujetar un pedazo de fierro de la cama, bajo la cama, un bracito raquítico que no me alcanza.

Y después, ya nacido el hijo, ya llorado mi niño, ya el traca trac de los hilos en mi carne, ya el temblor más indulgente, retiro la mano de esa soledad metálica: me había hincado las uñas en la carne. A falta de más, había lesionado yo misma mi piel. De eso debe haber huido ella. Debe haber tenido razón. Pero a esa mujer que se retira, a esa mujer que me abandona ahogada en pánico, no logro entenderla todavía.

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Y creo que nunca lograras entenderla porque no hay explicacion. Tal vez ella misma nunca habia pasado por lo mismo, y no entendia la importancia de una mano en esos momentos para sujetar, apoyar, apretar, sentir. Una mano que puede hacer la diferencia completa. Mas bien que cuando me toco habian muchas manos a mi alrededor, de mi mama (tan asustada como contigo), mi esposo, las parteras, las enfermeras... mas bien!

12:06 p.m.  
Blogger Claudia, hija de Matilde said...

Tienes razón Carlatania, es uno de los principales mecanismos de la dominación: la enajenación del cuerpo nuestro, el propio; y el alejamiento del cuerpo de los que amamos. Una y otra vez, lo mismo.

Male, fuiste afortunada. En esos momentos, un pequeño gesto nos vuelve a la esperanza y la cordura.

4:01 p.m.  
Blogger Mariela De Marchi Moyano said...

Yo creo que se suele recordar muy bien cada parto. Tuve la suerte de que mi compañero fuera siempre muy colaborador y me diera su mano para hacer de ella un amasijo de carne y huesos. Menos mal las enfermeras que me tocaron fueron siempre muy buenas, sobre todo la del segundo parto, un encanto. Lo peor eran las que estaban fuera de la sala de partos. En la primera ocasión me riñeron todas, dijeron que yo era una irresponsable porque el parto llevaba ya dos semanas de retraso y no había hecho todos los controles oficiales (¡yo debía haber recorrido 20 km cada dos días sólo para controlar el corazón de mi hija!, con lo mucho que se movía yo estaba muy tranquila respecto a su salud).
Con esta primera hija fue un poco triste la estadía en ese horrendo lugar, la pusieron en patología por una tontería (se había hecho caquita antes de nacer, en el líquido amniótico) y por cuatro días pude estar con ella sólo 2 horas al diarias. Con la segunda salió todo mucho mejor, el parto dolió menos, duró poco, le pude dar mi leche enseguida, durmió conmigo todo el tiempo, logré llevármela a casa al tercer día.
Ahora miro a mis dos soles y no puedo creer que sean ya tan grandes, que sus pies ya no sean del tamaño de mi pulgar, que sus cuerpecitos hayan pasado a través de mi vagina. Entiendo perfectamente cómo funciona el mecanismo, claro, pero todavía me parece algo milagroso, incomparable.
Gracias por comentar en mi blog, Claudia, tanto Carolina como yo te respondimos allí. Que estés bien, que tengas siempre una mano a la mano.

6:13 a.m.  
Blogger Claudia, hija de Matilde said...

Gracias Maya. Ayer, en el cursillo de bautizo al que asistí porque soy madrina de mi última sobrinita, de siete meses ahora, el cura dijo algo que me respondió una pregunta que me parece central, que me venía escociendo desde hace tiempo. Él dijo, citando a algún santo cuyo nombre ya olvidé: cuando se acerque el final del día, seremos examinados del amor.
'Una mano a la mano', cuánta razón tienes.

10:00 a.m.  

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