Ciclista
Los niños habían estado jugando con los vecinos, en la calle, ayer por la tarde. Ernesto había sacado su bici y estuvo manejándola. Hoy por la mañana, recordando la diversión pasada, la sacó al patio de atrás, se puso a hurgar la cadena. Cuando salí a reñirlo por las piernas y manos manchadas de grasa, de repente vi que el día estaba lindo, que el viento y el sol habían despertado generosos, y que después de todo el lugar a donde debía ir no era tan lejos. Natalia había sacado también mi bici, pero no alcanza al asiento. Entonces le digo a Ernesto ‘me voy en bici’, y Nata y Francisco quieren ir conmigo. Pero no los puedo llevar. ‘¿Querés ir conmigo Ernesto?’ Se me hace que quiere, pero no se anima. Insisto. Al final se pone zapatos (sus sandalias ya le quedan chicas) y salimos, dejamos a Nata renegando detrás del candado de la reja.
La calle junto a Ernesto. No siento la misma aprehensión que sentía hace años por la seguridad de mis hijos, mientras vamos en bici. De rato en rato, vuelco a mirarlo. Siente algo de miedo Ernesto (pero yo ya no), así que vamos tranquilos. Cruzamos el tercer anillo, externo e interno. Después, antes de llegar al segundo, de un lado de la calle una camioneta estacionada. Al otro lado, un auto saliendo de su garaje. Una moto viene por detrás. Me posesiono en la mitad de la calle sin dejar de pedalear para que todos me vean. Vuelco y Ernesto sigue detrás de mí. Voy avanzando, pasando por la mitad. Tensa, pero sin detenerme. Al fin, termino de pasar. Miro otra vez detrás, buscando a Ernesto, que no está. Más práctico que yo, se había subido a la vereda vacía y había evitado todo el embrollo.
Después vuelve a hacer lo mismo cada vez que puede, como evitando el conflicto. Será que de tanto andar con el ciclista yo ya me he vuelto más tranquila. ‘Seguí nomás, no te apartes’ me descubro diciéndole a mi hijo, cuando un auto nos bocinea para que nos apartemos, siendo que no hay dónde apartarse. Él sube a la vereda, yo sigo en la calle.
Cruzar el segundo anillo ya es más difícil: debemos hacerlo por partes, resguardándonos en las jardineras, esperando, mirando atentos, calculando la distancia y la velocidad.
De ahí lo dejo en la casa de Matilde, que no está, y me voy a la entrevista en la radio, que queda a la vuelta de su casa. Llego a tiempo, hablo, digo lo que me preguntan, y me voy. De vuelta en el asiento negro medio roto de mi bici, hasta la universidad a sacar fotocopias. Recoger a Ernesto. Volver juntos a casa. Buscamos las calles poco transitadas, cruza él por medio de una plaza (qué grande está, ya es más alto que yo) mientras lo espero al otro lado, porque el sendero que él toma es angosto y temo perder el equilibrio.
Llego sudando a casa, había ido sin gorra y el sol me calentó la cara. Entro a casa y saco la gorra (la que vos me diste). Natalia saca un almohadón rojo. Debo cumplir la promesa que le hice para que acepte quedarse: se sienta en la parrilla y la llevo a dar unas vueltas. Recorremos las calles del barrio. Una plaza donde ellos solían jugar, ha sido finalmente tomada por los jóvenes borrachos, que la han sembrado de vidrios y botellas vacías. Luce oscura y abandonada la plaza, con los columpios rotos y el pasto vencido por los sepes. La guardería donde ellos fueron, hoy clausurada, es una casa de reja cerrada, que no deja ver dentro.
A la vuelta, Francisco y yo chupamos naranjas mientras miramos la calle soleada a través de la ventana.
La calle junto a Ernesto. No siento la misma aprehensión que sentía hace años por la seguridad de mis hijos, mientras vamos en bici. De rato en rato, vuelco a mirarlo. Siente algo de miedo Ernesto (pero yo ya no), así que vamos tranquilos. Cruzamos el tercer anillo, externo e interno. Después, antes de llegar al segundo, de un lado de la calle una camioneta estacionada. Al otro lado, un auto saliendo de su garaje. Una moto viene por detrás. Me posesiono en la mitad de la calle sin dejar de pedalear para que todos me vean. Vuelco y Ernesto sigue detrás de mí. Voy avanzando, pasando por la mitad. Tensa, pero sin detenerme. Al fin, termino de pasar. Miro otra vez detrás, buscando a Ernesto, que no está. Más práctico que yo, se había subido a la vereda vacía y había evitado todo el embrollo.
Después vuelve a hacer lo mismo cada vez que puede, como evitando el conflicto. Será que de tanto andar con el ciclista yo ya me he vuelto más tranquila. ‘Seguí nomás, no te apartes’ me descubro diciéndole a mi hijo, cuando un auto nos bocinea para que nos apartemos, siendo que no hay dónde apartarse. Él sube a la vereda, yo sigo en la calle.
Cruzar el segundo anillo ya es más difícil: debemos hacerlo por partes, resguardándonos en las jardineras, esperando, mirando atentos, calculando la distancia y la velocidad.
De ahí lo dejo en la casa de Matilde, que no está, y me voy a la entrevista en la radio, que queda a la vuelta de su casa. Llego a tiempo, hablo, digo lo que me preguntan, y me voy. De vuelta en el asiento negro medio roto de mi bici, hasta la universidad a sacar fotocopias. Recoger a Ernesto. Volver juntos a casa. Buscamos las calles poco transitadas, cruza él por medio de una plaza (qué grande está, ya es más alto que yo) mientras lo espero al otro lado, porque el sendero que él toma es angosto y temo perder el equilibrio.
Llego sudando a casa, había ido sin gorra y el sol me calentó la cara. Entro a casa y saco la gorra (la que vos me diste). Natalia saca un almohadón rojo. Debo cumplir la promesa que le hice para que acepte quedarse: se sienta en la parrilla y la llevo a dar unas vueltas. Recorremos las calles del barrio. Una plaza donde ellos solían jugar, ha sido finalmente tomada por los jóvenes borrachos, que la han sembrado de vidrios y botellas vacías. Luce oscura y abandonada la plaza, con los columpios rotos y el pasto vencido por los sepes. La guardería donde ellos fueron, hoy clausurada, es una casa de reja cerrada, que no deja ver dentro.
A la vuelta, Francisco y yo chupamos naranjas mientras miramos la calle soleada a través de la ventana.
1 Comments:
Un recorrido por el paisaje urbano, excelente descripción de lo cotidiano
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