El Trompillo
No es lo mismo volar en avión si te toca salir de El Trompillo. Para empezar, que llegar en taxi te sale diez pesos. Después, si te da hambre, puedes ser pobre y alimentarte. Una salteña, dos cincuenta. Una limonada, un peso. Vende un chico amable que va dando vueltas con su carrito por el aeropuerto. Mientras haces hora, te acercas a la ventana y ves el avión ahí, cerquita de vos. También hay un grupo de chicos deportistas que se burlan unos de otros, discuten sobre los horarios, arman casi una fiesta mientras esperan la salida del vuelo, sin meter ruido. Y cuando alguno parece no ver las señas del otro, mentira, las está viendo igual, aunque mire para otro lado. Cuando llueve en El Trompillo, los trabajadores de pista van y vienen con paraguas negros, a carrera en la lluvia. Y bajan los pasajeros, cabezas gachas, pasos cortos mojándose. A lo último las azafatas, intentando conservar la compostura mientras chapotean sus tacos en el agua inoportuna. Lo bueno de El Trompillo es que cuando llueve, no te da mucha vergüenza sacarte las sandalias, guardarlas en la mochila, y ponerte las chinelas viejas para disfrutar los charcos que te separan de la puerta trasera del avión. Y así, enchinelada, mirarás a un lado y verás las nubes negras todavía entremezcladas de sol, mirarás al otro lado y verás el agua derramándose sobre aquel lado por donde queda tu casa, y pensarás en Ernesto que cuando llueve construye diques en el patio, bate el agua y hace olas hasta derrumbarlos. Pensarás en Ernesto con los zapatos, el pantalón, la polera mojados, y Amelia ‘entrá Ernesto’, y Ernesto ‘pero si no estoy mojado’. Ahora que no estás, Ernesto la estará pasando súper batiendo el barro bajo la lluvia en el patio de la casa.
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