sábado, octubre 06, 2007

Inminencia

Arrullada por el íntimo dormitar de la noche, podía distinguir el diminuto caminar del agua en aquella laguna, el murmullo de los árboles en lo oscuro, y el calor que se iba desprendiendo de la arena en la que se había recostado. En el cielo las estrellas. Entonces, del fondo mismo de aquel silencio empezó a brotar lento un susurro extenso y lejano, que se iba acercando. Parecía desperezarse desde el vientre de la tierra y a medida que se acercaba, a medida que su presencia se iba alargando, ella empezó a recelar. Se levantó y vio que allá lejos el horizonte se había manchado de negro, y que la negrura iba creciendo, cerrando un círculo alrededor suyo. Bajo sus pies cambió la arena, como si también hubiera abierto los ojos. Alerta, aguzó los oídos y percibió un galopar cada vez más cercano, que la iba rodeando, enclaustrando, sitiando. Como si cientos, miles de jinetes estuvieran cabalgando hacia ella, y eran jinetes feroces y hambrientos. El aire se volvió húmedo y espeso. La laguna, los árboles crecieron amenazantes como cuchillos. Entre el murmullo, antes lejano, ya podía distinguir los truenos, las nubes negras preñadas de pesados goterones de agua. Ya llegaban los caballos. Pequeña en aquella inmensidad, aspiraba asustada la lluvia inminente. Entonces sintió cada uno de los multitudinarios pasos sobre la arena que temblaba, y supo que se dirigían hacia ella, que la alcanzarían, que la sitiarían por fuera y por dentro, hasta vencerla por completo. La tormenta llegaba, invencible e inmisericorde. Sola, arreciado el cuerpo, erizada la piel, encogida, supo que no podría hacer otra cosa que no fuera entregarse.