Los ausentes
A pesar de que nos encaprichemos en poner cara de fiesta, a pesar de que escenifiquemos a la perfección la felicidad, ¿por qué sucede el atrayente desconsuelo de los platos no tocados por los invitados que nunca llegaron a nuestra casa? ¿por qué nos duelen los postres que sobran?
Tanto más si es una cita hecha con tanta anticipación, repetida tantas veces, poniendo en juego todo nuestro poder de seducción ¿podemos acaso negar la desolación que provocan los lugares vacíos?
Igual en la Corte Departamental Electoral, cuando los empleados van recibiendo las ánforas, verificando las actas de escrutinio de cada mesa, cómo se irá agrandando aquél silencio de los espacios en blanco, la ausencia de las firmas jamás escritas, las papeletas impresas, devueltas sin utilizar.
Fuimos muchos, a cada hora vamos siendo más los ausentes. ¿Qué fiesta es ésa, donde se fuerza el festejo aun cuando casi la mitad de los invitados haya elegido no ir? Pareciera que los dueños de casa fingen satisfacción, porque admitir ausencias sería admitir el fracaso. Pareciera también que los dueños de casa están de todas formas acostumbrados a festejar entre pocos. Pareciera que desde siempre serían pocos los destinados a festejar en esa casa, con esa gente. Pareciera costumbre callar lo difícil.
Y sin embargo, los ausentes contamos. Tanto más decidor nuestro silencio mientras más grande nuestra ausencia. Del otro lado, del lado de la negación, tanto más grande el embuste mientras más grande su fiesta.
Hasta donde va el conteo, casi la mitad de los convocados no atendimos. Y si la fiesta se trataba de que si uno estaba, ya era partidario del anfitrión, es necesario aceptar que los que no fuimos no lo somos.
De nada sirve taparse los oídos. De nada sirve taparle los oídos a la gente. El ausentismo es inequívoco, como el silencio. Podrá reventar la banda, pero esta nuestra intencional ausencia no se tapa con bulla.
Igual nosotros no estamos, y estamos felices de no estar.
Tanto más si es una cita hecha con tanta anticipación, repetida tantas veces, poniendo en juego todo nuestro poder de seducción ¿podemos acaso negar la desolación que provocan los lugares vacíos?
Igual en la Corte Departamental Electoral, cuando los empleados van recibiendo las ánforas, verificando las actas de escrutinio de cada mesa, cómo se irá agrandando aquél silencio de los espacios en blanco, la ausencia de las firmas jamás escritas, las papeletas impresas, devueltas sin utilizar.
Fuimos muchos, a cada hora vamos siendo más los ausentes. ¿Qué fiesta es ésa, donde se fuerza el festejo aun cuando casi la mitad de los invitados haya elegido no ir? Pareciera que los dueños de casa fingen satisfacción, porque admitir ausencias sería admitir el fracaso. Pareciera también que los dueños de casa están de todas formas acostumbrados a festejar entre pocos. Pareciera que desde siempre serían pocos los destinados a festejar en esa casa, con esa gente. Pareciera costumbre callar lo difícil.
Y sin embargo, los ausentes contamos. Tanto más decidor nuestro silencio mientras más grande nuestra ausencia. Del otro lado, del lado de la negación, tanto más grande el embuste mientras más grande su fiesta.
Hasta donde va el conteo, casi la mitad de los convocados no atendimos. Y si la fiesta se trataba de que si uno estaba, ya era partidario del anfitrión, es necesario aceptar que los que no fuimos no lo somos.
De nada sirve taparse los oídos. De nada sirve taparle los oídos a la gente. El ausentismo es inequívoco, como el silencio. Podrá reventar la banda, pero esta nuestra intencional ausencia no se tapa con bulla.
Igual nosotros no estamos, y estamos felices de no estar.
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