jueves, septiembre 07, 2006

Dentro de mí

Papá era el héroe perfecto. Sobre todo cuando montaba a caballo. Siempre montaba él en el más grande, en el más fiero. Los caballos que papá montaba, empezaban a caracolear en cuanto él apoyaba el primer pie en el estribo. Entonces papá aligeraba el peso, engarzaba la pierna libre al otro lado de la montura, el caballo caracoleando, y una vez arriba, las rodillas apretando al animal, las bridas firmes en su mano, lo taloneaba. ‘Sooo caballo’, ‘bueeeno mierda’. Papá desafiando. Papá apurando y frenando, vuelteándolo, como él decía, asentándolo, siempre al más hermoso.
Papá era también así, hermoso.
Salíamos papá y yo a los cañaverales. Yo siempre detrás en algún caballo manso, seguro. Segura. Una mano suya en su cintura. La otra en las riendas. Espalda recta, sombrero blanco. Botas. Yo detrás, luchando con el miedo para no agarrarme de la montura. ‘No te agarres de la montura.’ En los cañaverales nos vamos acercando a los zafreros, les pregunta, les habla, les dice cosas que ya no recuerdo, una mano en la cintura, la otra en las riendas. Imponente desde su sombrero blanco. Y el caballo. Enorme, tostado y de cola larga, crines desordenados. Los músculos del animal en trote perfecto. El olor de los caballos está cerca de mi corazón, emana del sudor de un cuerpo poderoso, dirigido por mí, tan pequeña y débil.
El caballo suda, el mío, y el de papá también, a través del pasto, que suena seco cuando lo pisoteamos. Detrás nuestro, una estela delgada de verde apisonado. Y el ruido de nuestro paso. Cuatro patas acompasadas. Donde pisa la delantera pisará luego la trasera. Calzará perfecta. Después, apenas quedan dos huellas. Pero son cuatro las patas que nos llevan.
De vez en cuando, las moscas, los mosquitos. Arrecia la cola, se rebelan las crines. ‘No te agarres de la montura’. Está para siempre inscrito en mi cuerpo aquel ritmo de pezuña y tierra. El olor dulce y penetrante de los caballos entre mis piernas. Inscrita para siempre en mi cuerpo esta cicatriz de alambre abriendo mi carne, raspando el hueso.
Era angosta aquella entrada al patio de la casa, pero el caballo ansiaba llegar y quiso entrar por ahí. ‘No dejes que te domine’. Era ancho y hercúleo el caballo y quiso entrar. Trrr suena mi piel rasgada, el hueso descubierto. Trrr y me asusto. Es puro cuerpo el caballo y siente al instante mi miedo. Se turba y retrocede, jaloneo la rienda y zarandea la cabeza, ‘no dejes que te domine’, retrocede más. Pasa entonces altivo papá por delante, en su alazán brioso. Ni una púa le raspa, nada se atreve a rozarlo siquiera.
‘Ahora entrá vos’ Papá ¿no ves la sangre? ‘No tengas miedo. Pasá’. Pero si está brotando la sangre, y el caballo asustado. Yo misma a punto de llorar. ‘Entrá. No dejes que te domine’. Sus ojos de mirar peones están posados sobre mí. ‘Nooo...’. ‘Vas a entrar por ahí mismo. Y vas a entrar bien’ desde lo alto, una mano en la cintura, la otra en la rienda.
Tiemblo.
Taloneo indecisa. El caballo vuelca las orejas. Cuando vuelca las orejas me mira, lo sé. Taloneo otra vez. Unos pasos. ‘Hacelo caminar’. Camina, taloneo. Se acerca al alambre y tengo miedo, pero si sangra ¿no ves? No, no ve. Me mira a los ojos, dominando aquella bestia feroz debajo de sí. Mi caballo camina, avanza. Yo allí arriba, muñeca de trapo y satén. ‘No tengas miedo. Pasá’. Voy cruzando, mi sangre fluyendo a milímetros de la misma púa de alambre cruel. El caballo nervioso y yo desandamos los pasos malhadados, redimimos la herida frente a los ojos de hielo de papá.
Ya lo sabía entonces, que todo era para evitar que se me quede tatuado aquel miedo. Que recule vencida ante la voluntad de la fiera. Igual. Si avancé fue por miedo. Si traspasé aquella frontera fue por sus ojos engarzados en mí.
Pero ahora que papá sufre dolores de espalda y rara vez montamos caballos en aquellos cañaverales que están demasiado lejos, me recuerdo allí, abrazando con las piernas una fortaleza de músculo e instintos.
Cuando vuelvo la mirada hacia la estela de días apisonados que han ido quedando detrás, cuando recuerdo los años oscuros, me pregunto cómo pude traspasar aquellas noches en que el miedo era alambre de púas incrustado a mi piel ¿Cómo los días de cuerda floja y vacío infinito?
Debe ser porque cuando era niña, dominé caballos. Y mi padre tiene algo de eso también: algunas noches cuando lo abrazo, creo escuchar aquél ritmo perfecto de pezuña y tierra. Yo misma, a veces, cuando no sujeto bien mis riendas, siento que mi cuerpo vuelve a los cañaverales: espalda recta, mano en la cintura, botas de montar.
Y aquellos briosos e invencibles caballos galopan ahora, también desbocados, dentro de mí.

5 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Amiga:

Por Dios, ¡qué bella memoria!

No sé decirte nada más, ¡ah!, sí, hay algo... gracias.

Puky

11:51 p.m.  
Blogger Enrique Fernández García said...

Como Borges, juzgo la literatura de un modo hedónico. En este sentido, tu texto me ha parecido sumamente placentero.

3:07 p.m.  
Blogger Enrique Fernández García said...

Como Borges, juzgo la literatura de un modo hedónico. En este sentido, tu texto me ha parecido sumamente placentero.

3:08 p.m.  
Blogger un ciclista said...

Tus caballos eran de sangre, los pastos eran verdes y se movían, tu padre montaba. Tienes que seguir esta vena, Claudia.

6:36 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Claudia, que emoción, impresionante!!! la imagen de tu papá es la misma que tengo en mi memoria la primera vez que monte junto a el. No puedo negar que me arrepie leyendo y la emocion me inundo. No tengo palabra, es bello....

7:22 p.m.  

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