miércoles, septiembre 13, 2006

Renacuajos

En ese tiempo no había fechas. La vida sucedía como un animal salvaje, sin llevar cuenta de los días.

Alguna jornada poblada de calor y humedades, cruzamos como siempre el alambre del patio para llegar hasta aquella poza, donde ocurría el milagro de los peces colgando de nuestros anzuelos, y descubrimos una especie de marea negra y densa que se había apoderado de las orillas. Era como si la noche se hubiera quedado dormida al borde de nuestro universo de agua turbia y patos. Sin embargo, al acercarnos, vimos que aquella masa se movía. Y después, con nuestras manos dentro, miles, millones de pequeños seres rozaron inquietos nuestra piel sorprendida. Eran tantos que no había escapatoria posible: necesitábamos apenas alargar nuestros brazos y coger.

El verano entre nuestros dedos.

En ese instante, libres y despeinadas, aprendimos que cuando la vida se desborda, avanza y ocupa todos los resquicios, palpitando inquieta hacia nosotras.

Y también aprendimos mis hermanas y yo, que si sumerges las manos en esa marea, los incontables pedacitos vivos descenderán eléctricos por tu columna, y despertarán tus ansias.

De ahí en adelante será casi imposible que tu cuerpo, contagiado y hambriento, acceda a detenerse y dormir.