El baño en la terminal de Cochabamba
En la terminal de buses de Cochabamba a las 6:30 de la mañana, hago cola para el baño junto a otras treinta mujeres, 'de toda laya’ como diría María Sumoya. Esperamos todas pacientes nuestro turno. Una cholita quiere colarse delante de mí, echa la distraída. ‘La cola es allá’ le digo, señalando el final de aquella víbora desordenada de vejigas impacientes. Otra vez juega a la del otro viernes, y con una sonrisa inocente se va para atrás a buscar mejor suerte.
La fila avanza rápido, contra lo que se pudiera esperar. En menos de cinco minutos ya pagué mi boliviano, dejé mi maleta encargada con la cobradora y me sumergí en aquél mundo femenino del modernismo y la interculturalidad.
Mujeres de pollera peinan dedicadas sus largos cabellos sin mirarse al espejo, mientras cuidan bultos y wawas. El baño está repleto por todas partes. Un murmullo constante y tranquilo hace aminorar el paso y buscar alguna puerta que prometa rápido ingreso al alivio. Hay como veinte excusados o más, todos siendo usados al mismo tiempo.
Entre medio de nosotras y por sobre el ruido de las aguas disparadas y las puertas abriendo y cerrándose, van tres muchachas enfundadas en overoles azules, entre palabras y risas. Ninguna debe pasar los veinte años. Sorprenden el gesto ágil, la mirada despierta, los labios carnosos de estas militantes de la lavandina. Provistas de baldes y trapeadores acuden presurosas a uno y otro retrete, descubriendo (me imagino) restos impúdicos e imaginativos modos de usar el inodoro. Una protesta por la suciedad encontrada. La otra, más joven, le responde ‘hay que enseñarles pues’ mientras sonríe y adelanta el paso.
Horas de este trabajo, me digo. Seguramente acostumbradas al asco y los olores, mantienen la compostura y el peinado entre nosotras, viajantes que pasamos apenas, en este baño de mujeres atiborrado y colorido.
La fila avanza rápido, contra lo que se pudiera esperar. En menos de cinco minutos ya pagué mi boliviano, dejé mi maleta encargada con la cobradora y me sumergí en aquél mundo femenino del modernismo y la interculturalidad.
Mujeres de pollera peinan dedicadas sus largos cabellos sin mirarse al espejo, mientras cuidan bultos y wawas. El baño está repleto por todas partes. Un murmullo constante y tranquilo hace aminorar el paso y buscar alguna puerta que prometa rápido ingreso al alivio. Hay como veinte excusados o más, todos siendo usados al mismo tiempo.
Entre medio de nosotras y por sobre el ruido de las aguas disparadas y las puertas abriendo y cerrándose, van tres muchachas enfundadas en overoles azules, entre palabras y risas. Ninguna debe pasar los veinte años. Sorprenden el gesto ágil, la mirada despierta, los labios carnosos de estas militantes de la lavandina. Provistas de baldes y trapeadores acuden presurosas a uno y otro retrete, descubriendo (me imagino) restos impúdicos e imaginativos modos de usar el inodoro. Una protesta por la suciedad encontrada. La otra, más joven, le responde ‘hay que enseñarles pues’ mientras sonríe y adelanta el paso.
Horas de este trabajo, me digo. Seguramente acostumbradas al asco y los olores, mantienen la compostura y el peinado entre nosotras, viajantes que pasamos apenas, en este baño de mujeres atiborrado y colorido.
1 Comments:
Amiga:
Bien, creo nuestra realidad precisa de ojos que sepan mirar, así, como los tuyos.
Aplaudo el tono de este post, y te auguro un hermoso viaje por la ciclovía cósmica y asfaltada.
Yo
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