sábado, diciembre 26, 2009

ver no ver

La mujer se hundía.

Iba caminando, y simplemente caía en el vacío. Un agujero repentino y profundo se abría a sus pies.

La primera vez le sucedió en el patio de su propia casa, lugar por demás familiar y conocido, una tarde cualquiera, cuando iba a colgar la ropa: una angustiante premonición se cernió oscura sobre ella. Lo demás sucedió demasiado rápido. Sus pasos desprevenidos y aquel súbito hueco ahí mismo donde antes había sólo cemento y tierra. El pie que se le hunde y su cuerpo enseguida, cayendo en consecuencia, el grito apagado, el mareo electrizante del vértigo, algo así como un jadeo que se le escapa y el perro que llega ladrando. Entonces el vacío dentado que se cierra y ahí está ella, con el cuerpo adolorido tirada en el suelo, Calígula lamiéndole los pies magullados.

Pensó, quiso pensar y quiso convencerse, de que lo había soñado, ‘no sé dónde dejé las zapatillas’ mintiéndole al hombre.

Pero unos días después le volvió a suceder. Esta vez en la calle, saliendo del correo, apenas a media cuadra de la plaza en la peor hora del día, cuando la calle está más llena de desconocidos de mirada boba. De nuevo como premonición el aliento denso de la nada e inmediatamente aquella boca rugiente bajo ella como si de ahí mismo saliera una corriente que la absorbe. Plantas carnívoras enredándosele en la punta de los pies, en los dedos, el empeine, en los tobillos, ella que grita ‘¡Antonio!’ con una voz que no conoce: la voz del miedo, oscura y grotesca. Otra vez el abismo que se cierra y desaparece completamente, como si nunca hubiera estado. Ay, la vergüenza de su cuerpo desparramado en la acera, los papeles por todas partes, los lápices, los pañuelos, el peine, las notitas ridículas a la vista de todos ‘vieja loca’, qué ganas de llorar. Temblando, temblando buscar los zapatos, la cartera, acomodarse el pelo.

El miedo a caminar y hundirse.

Después, los días desconocidos, abriéndose ante ella. Las calles y las horas en esas calles. Ir y venir, la maldición de pasar, de ser de estar. Todo es peligroso. Cualquier paso puede ser el último y de ahí sólo caer, delante de todos, en algo que solamente ella puede ver. ‘¡Antonio!’ grita entre sueños porque sueña el vértigo y sus piernas buscan asirse a la cama. Antonio la abraza y vuelve a dormir, seguro. Ella no. La mujer se hunde.

Aturdida por la casa, cuando por fin, a la tarde, logra vencer el miedo a levantarse y asearse en el baño. Pánico de los sumideros, del lavamanos, de los embudos.

Llega exhausta a la noche. El hombre no ha regresado: está sola. Camina cuidadosa hasta la cama, aparta la sábana, se deja caer. Y de repente ahí está, el instante previo de la angustia. Esta vez es su cama un alarido ya indomable, inexorable ante la boca negra primero pequeña después enorme que se expande. El ‘¡ay!’ dantesco, efímero, era ella un cuerpo recostándose pero ahora es un cuerpo cayendo, el brazo desprevenido no encuentra nada hundiéndose en lo oscuro. El hombro pesado la mano que queda manotea en el aire, tonta. Se le va el cuerpo hacia el repentino fondo la boca seca, la suya, ella cayendo.

Irremediable.

Y cuando el hombre vuelve, no puede ver ni el pavor ni el abismo. Apenas ausencia.

jueves, diciembre 24, 2009

Lo inmenso (fin)

Desde dentro, se miró por fuera. No cabía duda, era ella. Había vuelto.

domingo, diciembre 20, 2009

Lo inmenso (4)

Y entonces se dijo yo he sido tanto cuerpo, y recordó sus pies y la fuerza de sus piernas. Recordó a sí misma en la bici, sola. Recordó sus dientes mascando. Pensó en sí misma en el baño de la cárcel, el hombre esperándola fuera.

Yo he sido tanto cuerpo.

Entonces descreyó de aquellos perros gordos, aletargados rumiando pasto. Esos perros gruñéndole entre medio de las noches, aplastados sobre la tierra.

Tanto cuerpo, se dijo,
y sintió infinita nostalgia de sí.