Una vez ocurrida nuestra muerte, si aquellas personas por las cuales nos hemos dejado amar se confiaran entre ellas la versión íntima que de nosotros atesoran, al finalizar la tarde descubrirían que el rompecabezas construido es un retrato deforme y monstruoso de nosotros mismos. Retrocederían entre asqueadas y furiosas al ver aquello.
Pensarían que han fallado porque a lo largo de la vida les hemos cedido una parcialidad más o menos bella de nuestro adentro. En eso habremos sido sinceros. Ellas, por su parte, habrán sido leales albaceas.
Pero también sucede que en el centro de todo yace un animal angustiado que no logramos mostrar.
Sólo se desnuda con la muerte, y entonces afloran, feroces, los rastros de saliva por nuestros días. Necesitaríamos una visión correcta de la muerte para encontrar ese otro sentido de belleza en las piezas desiguales de la vida.
Sólo entonces, quizás, acercarnos con el sigilo sediento del animal: mirar.
Mirar desde la certeza palpable y amenazante y apenas húmeda de nuestra monstruosidad.