Iba en bicicleta y encontré un pájaro muerto contra
el pretil de la acera. No lo toqué, pero me detuve y pude mirar escrupulosa
todos los detalles: las alas deformes, las plumas rotas, los monstruosos
despojos. Era obvio que algún auto lo había golpeado. Un pájaro muerto es un
amasijo inútil y desordenado.
Después, en su pequeño cuarto, se lo conté. Por
la puerta que daba al polvo de los autos en la calle, habían entrado las
moscas, y hacían círculos sobre la cocina.
Siempre había algo para contar en la cama, mientras
leíamos sus libros. Aquella habitación miserable encerraba universos que nacían
y morían, estrellas luminosas, todo el tiempo. Después, en algún momento, él me
pediría que cuando muriese, yo le envuelva el cuerpo tieso y desnudo en una sábana
y que así lo sepulte, arropado en la tierra.
Meses después, jadeantes, nos separamos. En el
amor, las dentelladas suelen ser profundas y certeras. Ahora y de lejos, todo
eso está roto, como aquel pájaro.
Ya en ese tiempo, la gente que pasaba rauda en
sus autos, al mirar en ese interior oscuro, apenas nos habrá vislumbrado como
un cuerpo deforme y desordenado. Un algo, reventado contra el pretil de la
acera.